Me imagino el regocijo que deben estar sintiendo los políticos nacionalistas catalanes a la vista de todos los follones deportivo-políticos que estamos viendo en los enfrentamientos FC Barcelona - Real Madrid de estas últimas semanas, y anteriores. Regocijo que es inversamente proporcional al dolor que sintieron cuando una selección Nacional española, con multitud de jugadores catalanes en sus filas, se proclamó Campeona del Mundo el verano pasado y también inversamente proporcional al desanimo que uno siente cuando se da cuenta que mucha buena gente ha caído en la audaz trampa que los nacionalistas catalanes les han tendido, y vienen tendiéndoles, desde hace ya bastante tiempo.
La trampa es convertir el desprecio que siente un porcentaje pequeño de catalanes hacia la idea común de España en la fuerza motriz para crear una marea inversa de españoles de otras regiones que sienta un rechazo frontal a todo lo que suene a catalán, ya sea una bandera con mil años de historia (de la que la propia bandera de España tomó sus colores en el s. XVIII), un idioma romance con la misma raíz que el castellano (el latín), un equipo de fútbol o cualquier seña de identidad de aquellas tierras. La rivalidad deportiva ha trascendido a todo lo demás y ya se rechaza de plano cualquier cosa que venga de Cataluña. Y todo ello provocado, insisto, por un porcentaje pequeño de radicales nacionalistas catalanes… reducido pero suficiente para llenar un Estadio. Suenan más 10.000 silbando o con banderas esteladas que 80.000 callados y tranquilamente sentados en sus butacas.
Que el nacionalismo catalán decidiese hacer de un club deportivo el altavoz para sus dantescas pretensiones fue su jugada maestra, conscientes de que si algo hace salir lo más radical de las personas es el fútbol, curiosamente. Lo que no hicieron guerras, repúblicas, pronunciamientos, declaraciones unilaterales de independencia lo ha conseguido el deporte. El nacionalismo catalán más radical enseñó la muleta y un montón de españoles de otras regiones, sintiéndose indignados, entraron al engaño como ni un Vitorino haría (y discúlpeseme el simil taurino). En vez de no hacer aprecio ante el desprecio el fútbol sacó, como decía más arriba, lo más radical de los de enfrente en una espiral que se retroalimenta a base de pretendidos agravios. Ahora ya sí que tenemos el Belén montado, las dos partes se sienten indignadas, unos por engaño de sus propios dirigentes en su ensoñación separatista (curiosamente muchos hijos de andaluces y extremeños entre ellos) y otros por sentir que se ofende a España; la conciliación parece difícil.
Ahora, pues, tenemos una doble exclusión: la de un reducido porcentaje de catalanes que quieren independizarse utilizando como engaño la ficción de que 10.000 silbadores de himnos representan a todos los catalanes y, como novedad, la de un porcentaje cada vez mayor de españoles de otras regiones indignados que no pueden ni ver símbolo catalán alguno.
Cada vez que alguno decís eso que tantas veces he escuchado "... quiero que pierda el Barcelona porque no es un equipo español" es el gran triunfo del nacionalismo catalán, habréis caido en su trampa, queridos.
Cada vez que alguno decís eso que tantas veces he escuchado "... quiero que pierda el Barcelona porque no es un equipo español" es el gran triunfo del nacionalismo catalán, habréis caido en su trampa, queridos.
Así pues, mi enhorabuena al nacionalismo catalán. Aunque no me guste reconocerlo, lo han bordado.